Tomó asiento cerca en la barra en la que como náufraga ella devoraba una porción de pizza. Lo vio por el rabillo del ojo y enseguida una caricia eléctrica le recorrió la espalda. Era un espacio pequeño esa barra de la pizzería y había muchas mesas vacías a su alrededor, pero allí se estaba sentando él en aquel espacio que ella ya había reclamado como propio y que en esa noche lluviosa no deseaba compartir.
Simulando buscar algo en su cartera, que descansaba en la silla que los separaba, lo observó rápidamente con más atención. Era él, el moreno alto y delgado que había visto un par de veces de lejos en el supermercado de la esquina. Se estremeció alejando la mirada mientras se le escapaba el apetito. Qué cerca estaban ahora.
Desde que Julián se fue hacía un par de años no había vuelto a sentir el corazón saltar por nada o por nadie. Había llegado a la conclusión de estar tan llena de callos que ya no podría sentir más nunca nada. Un par de amantes aquí y allá la habían acompañado un par de noches, pero todos dejaban el sinsabor de un café instantáneo barato. Eran frenesís de una canción de moda, de un par de tragos extras, de un instante vacío.
Sin los brillantes ojos avellana de Julián para mirarla, ella se vistió con la sombra de sí misma y comenzó a caminar por el mundo siendo invisible. Se sentía cómoda en la mirada vacía de sus romances fugaces, interesados solo en ver su propio reflejo y en rozar su cuerpo contra el suyo. Sus conversaciones también habían cambiado desde las horas de charlas inagotables con Julián, siendo reemplazadas por un monólogo interno que poco o nada compartía con algún otro. Todo había cambiado desde la partida definitiva de Julián. Todo, hasta el día que se acabó la leche para el desayuno y se descubrió siendo observada, vista por primera vez en mucho tiempo.
Días después, mientras compraba el pan y los aguacates del almuerzo, sintió una mirada cálida y familiar sobre su cuello. Giró y se vio atrapada dentro de unos ojos oscuros centelleantes que la miraban hasta el alma desde la distancia. Otra vez él, él de la leche. Y esa noche, la de los aguacates, fue la primera que la visitó en sus sueños. El día que se le acabó el vino también lo vio, y esa vez él le sonrió de lejos, despedazando con ese gesto el peso que ella cargaba en sus pasos. Ella sintió que floto a casa. Algo había pasado.
Ahora, sentados tan cerca, con disimulo miró sus manos y perdió el aliento un segundo al comprobar que eran largas, de dedos finos y nudillos filosos, tal como se las imaginó aquella noche que se encontró simulando con las suyas el recorrido por su cuerpo de las manos del desconocido de la leche. Se percató como su imaginación la llevaba ya a ver sus dedos entrelazados entre los de él mientras caminaban juntos por el parque. Sus mejillas se calentaron como si fuese de nuevo una quinceañera enamorada y por un segundo contempló la idea de que él se sentara a su lado esa noche como algo más que una coincidencia del azar.
¿Buena la pizza? – Le preguntó él invitándole a mirarlo para darle una respuesta. Y ella, sabiendo que ya no quería ser invisible, asintió con la cabeza mientras tomaba un largo sorbo de cerveza, permitiéndole a él penetrar ese silencio en el que ella no quería vivir más.
Simulando buscar algo en su cartera, que descansaba en la silla que los separaba, lo observó rápidamente con más atención. Era él, el moreno alto y delgado que había visto un par de veces de lejos en el supermercado de la esquina. Se estremeció alejando la mirada mientras se le escapaba el apetito. Qué cerca estaban ahora.
Desde que Julián se fue hacía un par de años no había vuelto a sentir el corazón saltar por nada o por nadie. Había llegado a la conclusión de estar tan llena de callos que ya no podría sentir más nunca nada. Un par de amantes aquí y allá la habían acompañado un par de noches, pero todos dejaban el sinsabor de un café instantáneo barato. Eran frenesís de una canción de moda, de un par de tragos extras, de un instante vacío.
Sin los brillantes ojos avellana de Julián para mirarla, ella se vistió con la sombra de sí misma y comenzó a caminar por el mundo siendo invisible. Se sentía cómoda en la mirada vacía de sus romances fugaces, interesados solo en ver su propio reflejo y en rozar su cuerpo contra el suyo. Sus conversaciones también habían cambiado desde las horas de charlas inagotables con Julián, siendo reemplazadas por un monólogo interno que poco o nada compartía con algún otro. Todo había cambiado desde la partida definitiva de Julián. Todo, hasta el día que se acabó la leche para el desayuno y se descubrió siendo observada, vista por primera vez en mucho tiempo.
Días después, mientras compraba el pan y los aguacates del almuerzo, sintió una mirada cálida y familiar sobre su cuello. Giró y se vio atrapada dentro de unos ojos oscuros centelleantes que la miraban hasta el alma desde la distancia. Otra vez él, él de la leche. Y esa noche, la de los aguacates, fue la primera que la visitó en sus sueños. El día que se le acabó el vino también lo vio, y esa vez él le sonrió de lejos, despedazando con ese gesto el peso que ella cargaba en sus pasos. Ella sintió que floto a casa. Algo había pasado.
Ahora, sentados tan cerca, con disimulo miró sus manos y perdió el aliento un segundo al comprobar que eran largas, de dedos finos y nudillos filosos, tal como se las imaginó aquella noche que se encontró simulando con las suyas el recorrido por su cuerpo de las manos del desconocido de la leche. Se percató como su imaginación la llevaba ya a ver sus dedos entrelazados entre los de él mientras caminaban juntos por el parque. Sus mejillas se calentaron como si fuese de nuevo una quinceañera enamorada y por un segundo contempló la idea de que él se sentara a su lado esa noche como algo más que una coincidencia del azar.
¿Buena la pizza? – Le preguntó él invitándole a mirarlo para darle una respuesta. Y ella, sabiendo que ya no quería ser invisible, asintió con la cabeza mientras tomaba un largo sorbo de cerveza, permitiéndole a él penetrar ese silencio en el que ella no quería vivir más.
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