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La primera hoja del 2006

El diario de la década es un cuaderno mediano con la imagen de un girasol en ambas caras. Su lomo tiene una agradable aplicación en cuero y cuenta con esquineros redondeados en metal plateado. Es fino y tiene más de 200 hojas ralladas y con una separador de página amarillo. Fue un regalo de parte de Rosamarina y Alexandra, amigas y compañeras de mi hermana Maritza, con las que había en enero del 2006 viajado a Venezuela y participado en el Foro Social Mundial. Ese viaje nos hizo también amigas y sería el primer viaje internacional de mi vida. Rosy y Alex me regalaron este cuaderno meses más tarde como regalo de despedida antes de mi viaje a Israel en Junio. La primera entrada de ese diario dice así:



20-06-2006

Pues ya llegamos y estamos super instaladas. Es increíble saber que mientras acá el día ya va por la mitad, mis papás apenas están viendo la luz del sol. Luego de dos días sin hablar con ellos mi mamá llamó. 

El viaje más largo de mi vida me trajo a un país lejano. Nunca había visto el amanecer a través de la ventana de un avión, ni estado sola por mi cuenta. Tengo un código 2431, es mi código de voluntaria y con él compró en la tienda y hago de todo. El pago son $564 Shekels, que es algo así como $120 dólares, pero lo bueno es que dan algunos productos gratis como el papel higiénico y las cosas para el aseo en general de la casa. 

En el aeropuerto de Bogotá nos encontramos con el resto del grupo y con Javier (quien nos ayudó con todo el proceso de aceptación en el programa de Kibutz) que luego de hacer todo lo necesario nos embarcamos los doce en el vuelo hacia Israel. El avión de Avianca salió sin contratiempos hacia Caracas. En Caracas la escala fue alrededor de cuatro horas, aproveché ese espacio para llamar a Colombia y hablar con los míos. Sabía que de otra parte no lo iba a hacer por costos y diferencia horaria. 

En el aeropuerto nos conocimos más entre el grupo. Éramos cinco mujeres de Medellín, una de Bogotá, una de Bucaramanga, 2 hombres de Medellín, uno de Bogotá y otro de Buga, un diverso grupo de 12 personas, todos menores de 25 años. Creo que estando allá Carolina y yo dañamos una máquina dispensadora de gaseosas Coca-Cola, pues luego de comprarla llamaron del atuto-parlante a los técnicos, tenía algo de temor en que eso me dañara el viaje. 

El vuelo de Caracas a Roma nos tomó 9 horas, casi 10 y estuvo acompañado de la buena comida y las buenas películas que ofrece cualquier vuelo de tarifa económica: La pantera Rosa, Crash y Narnia fueron los títulos que disfruté. Muchos, olorosos, adultos mayores en el avión y un par de horas de sueño incómodo. Uno de estos pasajeros de la tercera edad no parecía comprender que debía tomar asiento durante el aterrizaje y hasta que el avión se detuviera. 

En Roma parte del grupo se desvío y fueron llevados a la terminal y zona de embarque por oficiales de la policía. Los italianos e italianas son muy atractivos y el aeropuerto tenía una ambiente diferente al de Caracas o Bogotá. Luego de una estadía de una hora, abordamos el vuelo que nos traería finalmente a Tel-Aviv. 

El aeropuerto de Tel Aviv es lindo y grande. Durante el proceso de inmigración sin darme cuenta me adelanté al resto del grupo y se me perdieron cuando volví la vista, así que continué hasta llegar a donde estaba el reclamo del equipaje con el corazón palpitando a 300 mil por hora. Con dos maletas en mis manos caminaba de un lado a otro buscándolos con la mirada, y cuando pregunté en información por ellos me dijeron que estaban todos detenidos, y yo no me podía unir a ellos. Mi corazón dio tres saltos y mi imaginación arranco a ver todas esas películas de terror que le dicen a uno antes de aventurarse por el mundo.

Pasó lo que en mi mente fue una eternidad, cuando fui contactada por una representante de KPC y me explico, lo que luego correrían los compañeros de viaje, que yo era la única sin visa pues ellos estaban en ese proceso y por eso no habían salido caminando al mismo tiempo que yo de migración. Ahora sería la señora de KPC la que estaría encargada de mi proceso y tenía que entregar mi pasaporte. Lo hice, pero con mucho miedo.

Luego de un tiempo llegaron por nosotros del Kibutz al que habíamos sido asignadas. Pinina, una mujer de cabello negro de unos cuarenta y tantos y risa contagiosa, sería nuestra jefa. Venían también Keni, el segundo al mando,  Juanes y Katherine, dos voluntarios colombianos, y Jessica, voluntaria de australiana. A este kibutz, de los 12 que éramos en el grupo que arrancó de Bogotá, fuimos sido asignados cuatro todos de Medellín: Daniel, Lucas, Carolina y yo.”


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