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Verdades en voz baja




Parado frente a la casona blanca de ladrillo, Emiliano encendió otro cigarrillo. No se atrevía a subir las 6 escaleras que separaban el andén de la puerta de madera caoba de la casa de Carmenza, su abuela paterna a la que no la veía desde hace ya casi 15 años. La había llamado hacía un par de semanas para comentarle de la muerte de Juana, su madre y lo único que ella alcanzo decir fue JA, Le dio afán antes de colgar sin despedirse, forzandolo a llamar nuevamente, días después, para coordinar fecha y hora para ir a verla. Quedaron en tres semanas.

Emiliano aspiró profundamente, llenando sus pulmones del humo del sexto cigarrillo. Hacía años que había dejado de fumar, pero desde que Francisco, el abogado de Juana, le había entregado una carta con su última voluntad que incluía instrucciones para entregarle personalmente el sobre que tenía dentro del bolsillo de su chaqueta de jean a Carmenza, no había parado de fumar. Verla nuevamente significaba todo y a la vez nada.

Había llegado 20 minutos antes de la hora programada. Como siempre, su manera de enfrentar los malos ratos era apresurarse primero, para con excusas postergarlos después, pero esta vez no podría ser así. Además desde el lunes venía soñando con la última vez que vio a Juana y la forma tan tierna como lo miro a los ojos mientras le decía estar muy orgullosa de él. No quería ver más esa imagen, por dulce que fuera, y sabía que la única forma de hacerlo era terminado de una vez con esa misión de mensajero que se le había entregado.

El séptimo cigarrillo se encendió 10 minutos antes de las 5 de la tarde, la hora programada para la visita. La casa tenía una fachada amplia, pero solo una pequeña ventana hacia la calle. Se estremeció al recordar la vez que Carmenza, quien lo cuidaba en ese momento de mala gana, vio por la ventana a Juana besando a Simón, el hijo del vecino y salió corriendo a tirarles huevos. Emilio tenía como 6 años y por alguna razón su abuela había decidido castigarlo a él también tirándole huevos a la vez y luego haciendo que ambos limpiaron todo, sin haberse ellos antes limpiado primero. Esa noche fue la primera de muchas que se fue a la cama sin cenar.

El segundo piso seguía teniendo un balcón lleno de matas y con un par de alimentadores de pájaros. La pintura blanca estaba fresca, su abuela siempre había sido una orgullosa ama de casa, excelente jardinera y la propietaria de la casa más imponentes de la calle de la buena mesa, como se le conocía a su cuadra. Se le llenaban los ojos de orgullo ( y era lo único que lo lograba) rechazar ofertas de compradores de agentes de bien raíz. Le encantaba decirles que no de formas macabramente creativas como “de acá me sacan con los pies para afuera, y luego de haber apestado por mucho tiempo, si no es que me come el gato que nunca tuve y volveré a tener” se le había escuchado decir una decena de veces.

Le traje café, pues las agüitas aromáticas con para nenitas- Le dijo Carmenza a Emilio mientras dejaba una taza humeante frente a él. No importaba que el café le diera un terrible dolor de estómago por la terrible acidez que le causaba, o que por ser las 5:10 de la tarde lo más seguro es que le causaría un desvelo. No importaba tampoco que la última vez que ella le dio de beber algo lo estaba envenenando, Emilio se forzó a tomar un sorbo.

¿Qué es lo que quieres? No viniste hasta acá a saludar a tu abuelita. Al grano Emilio Dijo ella mientras acomodaba su cuerpo ancho y corto en la única silla cómoda de la sala de la casa donde Emilio había vivido, hasta la noche que Sebastián, su padre, lo cargó en brazos y lo sacó corriendo escaleras abajo hacia el taxi que los esperaba en la calle y su mamá corría con un par de maletas pequeñas mientras Carmenza gritaba detrás de ellos que muéranse, muéranse…no me dejen….malditos todos, malditos.

Noto que su mano estaba temblando un poco cuando la estiro con el sobre hacia Carmenza. Juana dejo esto para ti…… tengo que verificar que lo abras y lo leas en voz alta para poderme marchar. Gracias -dijo Emilio mirando la habitación. Nada había cambiado excepto que los muebles del comedor habían perdido el tono vino tinto vibrante que observó por horas y horas mientras su abuela lo amarraba a la silla del comedor para que almorzara. Emilio se negaba a comer y podían pasar hasta 3 horas sentados en el comedor. Si tenía que hacer pipi, lo tenia que hacer en la silla, pues no estaba permitido pararse hasta terminar de comer. Un día, Carmenza puso un balde debajo de la silla de Emilio y él se hizo pipi. Después de terminar de comer ese día, Carmenza mojo el peluche favorito de Emilio en el orín y lo metió dentro de una bolsa, luego lo dejo secar al sol y lo colocó en la cama de Emilio como si nada. El muñeco apestaba y toda la habitación de Emilio también. Esa noche él no pudo dormir con su muñeco y Juana no pudo dormir bien compartiendo la cama y el llanto con él.

No dijo Carmenza arrojando el sobre al sofá. Te jodiste fulanito, yo no voy a hacer nada de nada dijo ella encendiendo un cigarrillo. Esta bien, la leeré yo, lo importante es que escuches el mensaje de Juana- dijo Emilio abriendo el sobre y acomodando el peso de su cuerpo y vida en sus pies planos.

Mamá: te perdono por tratar de destruir mi vida
Te perdono por atentar contra lo más sagrado, Emilio
Te perdono por odiarme por haber nacido mujer, haberme enamorado y haber salido esa noche a beber y quedar embarazada
Y te perdono, pues se que es lo que más te hará daño

Carmenza no movió un solo músculo. El aire se podía cortar. Emilio dobló de nuevo el papel y se llenó de valor para confrontar un secreto a voces. Respiro profundo y tomó asiento en el sofá frente a ella. Carmenza….abuela…¿es cierto? Preguntó Emilio. Junto con el sobre para Carmenza, Juana le había dejado a Emilio la historia médica de su abuela, quien había sido diagnosticada con el síndrome de Munchausen por poderes y por eso él se transformó en un niño enfermo después de dejar de ser amamantado, justo entre el tiempo que su madre regresó a la universidad, y se conoció con Sebastián, y que Carmenza se viera forzada a cuidar al bebe, eso sí, siempre y cuando el niño no estuviera enfermo.

Era ella también muy estricta con los horarios, y si Juana no llegaba a tiempo dejaba a el niño solo, pues ella tenía que ir a sus clases de baile y juegos de bingo y la puntualidad no era solo muestra de educación, sino de superioridad moral, pues está moralmente bien respetar el tiempo de los otros. Una tarde, cuando Emilio tenía 4 años Juana lo encontró amarrado a la pata del sofá, frente a el televisor con un tetero lleno de agua de panela y un par de galletas de sal a la mano. Había llegado 10 minutos más tarde de los 5 permitidos pues necesitaba unas fotocopias para la clase del día siguiente. Fue la última vez que llego tarde.

Carmenza se paro de la silla. Para sus 77 años era aún una mujer muy fuerte y su postura era envidiable, sin duda lo años que entreno como bailarina en su juventud le habían ayudado. Camino con ligereza hacia la puerta, como si no hubiera pasado nada y abrió la puerta. Emilio sintió que perdía el aire. Se puede ir ya si va a seguir preguntando pendejadas dijo. Emilio se puso de pie rápidamente, dio un último vistazo a la habitación y pasó frente a su abuela mirándole los pies. Que zapatos tan feos lucia. Su mamá fue una desagradecida dijo al verlo pasar, ella nunca perdonó no ser indispensable para Juana, quedarse sola, dejar de haber tenido a mamá como amiga, en fin, niñerías que destruyeron una familia y casi le cuestan la vida, literal, a Emilio, pero que para Carmenza lo valen todo, incluso su propia familia. 

Emilio miró por última vez la fachada de esa casa, encendió otro cigarrillo y se fue caminando despacio a su auto Preguntando pendejadas se dijo a sí mismo, y si, tenía razón, los secretos a voces nunca son secretos, son más bien verdades en voz baja.

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